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La familia Delasoga La familia Delasoga era
muy unida. O, por lo menos muy atada. Juan Delasoga y María Delasoga se habían
atado un día de primavera con una soguita blanca, larga, flexible, elástica y
resistente. Y desde ese día no se habían vuelto a separar. Lo mismo había
pasado con Juancho y con Marita, los hijos de Juan y María. En cuanto nacieron,
los ataron. Con toda suavidad, pero con nudos. No es tan difícil de entender si
uno lo piensa. Marita, por ejemplo, estaba atada a su mamá, a su papá y a su
hermano: en total, tres soguitas blancas anudadas a la cintura. Y lo mismo
pasaba con Juancho. Y con Juan. Y con María. Claro que no era fácil acomodar
tanta soga; había peligro de galletas, de sacudidas, de tropezones. Pero con el
tiempo se habían acostumbrado a moverse siempre con prudencia y a no alejarse
nunca demasiado. Por ejemplo, cuando se sentaban a la mesa era más o menos así
Y cuando se acostaban a dormir. Y cuando salín a pasear los domingos por la
mañana. Los Delasoga eran expertos en ataduras. La soga con que se ataban no
era una soga así nomás, de morondanga; era una espléndida soga, elástica y
extensible. Así que cuando Juancho y Marita iban a la escuela, que quedaba a la
vuelta, María podía quedarse en su casa haciendo la comida, casi como si tal
cosa, salvo que la cintura le molestaba un poco porque la soguita estaba
tensa…y tiraba. Lo mismo pasaba cuando Juan iba al taller que, por suerte,
quedaba al lado. A la hora de la leche no era raro ver a María, a Marita y a
Juancho mirando la televisión mientras tres sogas los tironeaban un poco hacia
la calle, porque el papá todavía no había vuelto. De un modo o de otro, los
Delasoga se las arreglaban. Aunque, claro, había cosas que no podía hacer. Por
ejemplo: Juancho nunca había podido salir a dar una vuelta a la manzana con sus
patines. Y eso era bastante grave porque Juancho tenía un par de patines
relucientes con rueditas amarillas. Pero ¿qué soga podía aguantar una vuelta a
la manzana en dos patines? A María le hubiese gustado visitar a su amiga
Encarnación, la de Barracas. Pero ¡qué esperanza! No se había inventado todavía
una soga tan resistente. Eso a María le daba un poco de pena porque era lindo
charlar con Encarnación de tantas cosas. Y Juan también. A Juan le hubiera
encantado ir a la cancha a cantar a lo loco un gol de Ferro. Pero no; no podía:
la soga no daba para tanto. Y eso a Juan, muy en secreto le daba un poco de
rabia. Y Marita, por no ser menos, también tenía sus ganas: ganas de pasear
solita hasta el quiosco. Sola, no, ahí estaban las sogas, las tres soguitas
blancas, flexibles y resistentes. Y así siempre. Por años. Cuando una soga se
ponía vieja, deshilachada y roñosa, la cambiaban por otra nueva, blanca y flamante.
Los Delasoga ya habían gastado más de quince rollos de soga de la buena, y
habrían gastado muchísimos rollos más de no haber sido por la tijera brillante.
Bueno, en realidad la tijera brillante siempre había estado allí, en el
costurero, hundida entre botones y carreteles. Pero nunca había brillado tanto
como esa tarde. En una de esas porque era una tarde de sol brillante como una
tijera. Los Delasoga estaban, como siempre, atados. María cosía un pantalón
gris y aburrido. Marita miraba cómo María cosía. Juancho miraba cómo miraba
Marita a María que cosía. Juan miraba a Juancho mirar a Marita, que miraba a
María, que cosía. Y la tijera brillaba. Cada tanto María la agarraba y
–tristras cortaba la tela. Y, mientras cosía, miraba las soguitas enruladas en
montoncitos blancos sobre el piso. En realidad María nunca había pensado mucho
en las sogas. Ahora, de pronto, las miraba mejor, las miraba fijo, y se daba
cuenta de que les tenía rabia. Entonces sucedió, por fin, lo que tenía que
suceder de una vez por todas. María agarró la tijera y –tristras no cortó el
pantalón gris; cortó la soga. Una soga cualquiera, la que tenía más cerca. Y
después otra soga. La tercera y la cuarta las cortó Juan. Y Marita y Juancho
cortaron una cada uno. Las soguitas cortadas se cayeron al piso y se quedaron
quietas. ¡Pobrecitos Delasoga! No estaban acostumbrados a vivir desatados. Al
principio se asustaron muchísimo y casi casi salen corriendo a comprar otro
rollo. Pero después Juan dijo en voz baja: Casi casi…me iría a la cancha de
Ferro, que hoy juega con River. Y María dijo en voz alta: Casi casi…me iría a
visitar a Encarnación, la de Barracas. Y Juancho corrió a buscar los patines de
las ruedas amarillas. Y Marita dijo chau y se fue al quiosco del andén a
elegirse dos revistas. Esta vez los cuatro Delasoga pasaron cuatro tardes,
todas distintas. Se volvieron a encontrar a la nochecita. Estaban cansados,
porque no era fácil andar solos y para cualquier lado. Juan y María se
abrazaron muy fuerte y se contaron cosas. Juancho contó, mientras se desataba
los patines, que en el barrio tenía un amigo que se llamaba Bartola. Marita
contó que, junto al quiosco del andén, siempre había campanillas azulas y
geranios rojos. De la soga no hablaron más. ¿Para qué iba a hablar de sogas una
gente tan unida? Graciela Montes.
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